“Cero K” de Don DeLillo

Cero K Don DeLilloDe LA MEDICINA DE TONGOY.

Me van a perdonar que empiece esta reseña con una cita del siempre festivo E.M. Cioran. Es un fragmento de un texto breve llamado Encuentros con el suicido (incluido en El aciago demiurgo) que traigo a colación porque viene muy a cuento de la novela que hoy nos ocupa. Dice así:

«Esperar la muerte es sufrirla, degradarla al rango de un proceso, resignarse a un desenlace del que se ignora la fecha, el modo y el decorado. Se está lejos del acto absoluto. […] La muerte no es necesariamente sentida como liberación; el suicidio libera siempre; es el súmmum, es el paroxismo de la salvación. Se debería por decencia elegir uno mismo el momento de desaparecer. Es envilecedor extinguirse como se extingue uno; es intolerable verse expuesto a un fin sobre el que nada se puede, que te acecha, te abate, te precipita en lo innombrable.»

La novela de Delillo no es, como me ha parecido leer por ahí, una novela de [ciencia] ficción que trata sobre hombres y mujeres que mueren, antes o cuando les corresponde, con la esperanza de, un día, en un futuro indeterminado, volver a la vida, criogénesis mediante. Decir algo así es de un simplismo que roza la estupidez toda vez que la novela de DeLillo es, pese a su aparente sencillez y estética ochentera, mucho más compleja que eso, por más que sí, efectivamente, su trama gire en torno a un centro de criogenización de ideología apocalíptica («Me habló con detalle de los sistemas alimentarios, de los sistemas climáticos, de la pérdida de los bosques, de la propagación de la sequía, de las muertes masivas de aves y de formas de vida oceánica, de los niveles de dióxido de carbono, de la escasez de agua potable, de las oleadas de virus que abarcaban geografías extensas») en el que gente con posibles deja sus maltrechos y ya finiquitados cuerpos con la esperanza de, algún día, cuando la ciencia haya avanzado lo suficiente, resucitar en otro cuerpo más joven, más bello y más sano.

«Entendemos que la idea de la prolongación de la vida generará métodos que intentarán mejorar la congelación de los cuerpos humanos. Rediseñar el proceso de envejecimiento, invertir el proceso bioquímico de las enfermedades degenerativas. Tenemos plena confianza en estar en la vanguardia de cualquier innovación genuina. Nuestros centros tecnológicos en Europa están examinando estrategias de cambio, ideas que puedan adaptarse a nuestro formato. Nos estamos adelantando. Es aquí donde queríamos estar».

Los paralelismos con la religión (católica, para más señas) son tan evidentes como inevitables: el centro de criogenización llamado La Convergencia guarda un parecido más que razonable con la estética papal de grandes espacios, grandes silencios y grandes maestros. De hecho hay monjes, también, en la novela de DeLillo pero sobre todo hay una profunda religiosidad no entendida como tal pese a serlo absolutamente: desde la fe en un futuro mejor, pasando por una más que notable afición al ritualismo y acabando con una pasión desmedida por el apocalipsis: una fe ciega en el inminente fin del mundo tal como lo conocemos y la idea de que la Convergencia es la única solución al problema, la única que puede garantizar la vida eterna. «Nadie va al padre si no es por mí», que decía el otro.

«La gente que pasa un tiempo aquí termina descubriendo quién es. No a base de consultar a otros, sino por medio del examen y la revelación de sí mismos. Una parcela de tierra perdida, una acepción de la naturaleza agreste que sobrecoge. Estas salas y pasillos, la quietud, la situación de espera. ¿Acaso no estamos todos aquí esperando que pase algo? Que pase algo en otra parte que defina mejor nuestro propósito aquí. Y también algo mucho más íntimo. Esperando para entrar en la cámara, esperando para aprender lo que afrontaremos allí».

Ross Lockhart, principal inversor del centro y padre del (más que protagonista) narrador, se encuentra pasando unos allí en compañía de su mujer moribunda que está a nada de recibir pasaporte cuando, inesperadamente, decide acompañarla en el viaje (¡qué demonios!). Lo que decide, pues, pese a contar con un impecable estado de salud físico y económico, es morir con la esperanza de volver. No es una estrategia comercial, no es lo último en inversiones a largo plazo; aquí no hay truco: es una decisión que nace del hastío de vivir, de un tedio existencial, de un hartazgo total, de un desprecio absoluto por lo que sea que la vida puede ofrecer:

«Siento que me estoy acomodando en la vida larga y blanda, y la única pregunta que me hago es cómo de letal va a resultar ser. […] Pero ¿acaso me creo esto, o solamente estoy intentando ser efectista a fin de contrarrestar la comodidad de mi vida cotidiana?»

Que quede claro: en Cero K no se habla de la criogénesis. Ese tema, ya más que superado, es prácticamente nuestro pan de cada día. De lo que habla Cero K es, entre otras cosas, de la necesidad que tiene el ser humano de creer en el más allá y, por extensión, y pese a negativa de la santa madre iglesia a reconocerlo, de entender el suicidio como de un acto de insoportable lucidez. («Hay tantas razones de suprimirse como razones de continuar», asegura Cioran en el ensayo antes mencionado, «con la diferencia de que las últimas tienen más antigüedad y solidez»). En definitiva, de aquellos que, no viendo razones suficientes para vivir, deciden morir previo cobijo bajo el ala protectora de quienes aseguran tener el secreto de la vida eterna. 

Es, por lo tanto, y recordando una frase de Chateubriand que decía «No advertía mi existencia sino en el tedio», una novela sobre la identidad, sobre lo que somos respecto a nosotros mismos y los demás («Son las cosas que olvidamos las que nos dicen quiénes somos»), lo que nos mueve, lo que nos mantiene vivos, la mecánica diaria, en definitiva; aquello que, pese a su condición de “olvidable”, aceptamos como suficiente.

«Las cosas que hace la gente habitualmente, esas cosas olvidables, esas cosas que respiran justo por debajo de la superficie de lo que reconocemos que tenemos en común. Quiero que esos gestos y esos momentos tengan significado, comprobar que llevas la billetera y que llevas las llaves, algo que nos une a todos, implícitamente, cerrar con llave una y otra vez la puerta de casa, inspeccionar los fogones en busca de llamitas azules débiles o escapes de gas. Los elementos soporíferos de la normalidad, mis días de deriva mediocre».

Pero.

Pero un buen fondo o mejor intención no hace buena una novela. No, al menos, si no va acompañada de algo más. En el caso de DeLillo hay, además, una estética muy futurista, minimalista, muy rollito 2001, una odisea en el espacio, incluyendo esa primera impresión de estar completamente pasado de moda.

Pero esto no sirve de mucho, porque esto tampoco hace buena una novela.

Tampoco los personajes, meros esbozos, seres incompletos con la profundidad de un plato de sopa, que se mueven entre la incomprensión y la apatía por espacios asépticos y literalmente desiertos llenos de pasillos y corredores y puertas de colores y pantallas que refuerzan la idea de que lo bueno, lo que está por venir, sólo llegará previa hecatombe y esos hermosos seres que algún día seremos reconquistaremos, con nuestros culos prietos y pechos firmes, la tierra prometida. Y otra vez el suicidio y otra vez la esperanza, etcétera etcétera, porque si algo ha demostrado la historia es el sinsentido de una evolución que es al fin sólo repetición.

Pero tampoco de aquí sale una buena novela.

Lo que hace buena (o simplemente mejor de lo que a primera vista pueda parecer) a esta novela, más allá de la conexión que uno pueda establecer con ella, es la sensación de que pese a su imperfección, sus disonancias y sus aparentes improvisaciones (secuencias que no conducen a otra cosa que la estupefacción del lector pero que en cualquier sirven para reforzar la atmósfera) hay una lectura que nace tras la lectura: que hay, por decirlo de algún modo, una doblez en cada página; un poso, un ritmo, una cadencia, un silencio de muerte y también la impresión de que DeLillo vuelve una vez más, a dar en el clavo. Porque Cero K, en definitiva, nos recuerda que la ausencia de Dios (una vez expedido su certificado de defunción) ya no supone un problema para todos aquellos que necesiten creer en el más allá, que como tema de actualidad ya no está mal.

¿Qué si me ha gustado? Probablemente más de lo que esperaba y menos de lo que estoy dispuesto a reconocer, pero no lo bastante menos.

Carlos Tongoy.

 

Artículo inicialmente publicado en LA MEDICINA DE TONGOY.

 

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